Gracias Marina.
Ha sido cosa de empezar y ya. Primera línea que escribo y me rompo la cara, porque no puedo aceptar esa seriedad genética de ancestros y familia. Me siento atrapada y traicionada porque ni siquiera soy yo quien lo dice, sino ellos, y dale con el “cómo te pareces a la tía Aurelia, si es que me parece estar oyéndola”, pronunciado con el tono severo y nostálgico que reclaman todos los muertos conocidos, y ella entonces se me aparece allí, en el fondo del comedor, con sonrisa de tomarme el pelo, y ahora de tomártelo también a ti, que ya no ignoras su condición de aparecida. Todo esto dura hasta las 8.15, momento exacto en el que las visitas deben retirarse o quedarse a cenar si es que no se puede negar la reiterativa insistencia del “hacemos cualquier cosa y así te ahorras el llegar a casa y ponerte a la faena”, y el “chica, si no nos cuesta nada” y el “si ya no vienes casi nunca y para un día que vienes”, tras lo que empiezo a intentar poner la sonrisa empastada y las excusas por falta de asertividad y porque no se me vayan a enfadar, abierto el cajoncito de los afectos llenos de polillas y agujeros en los bolsillos, mientras sin querer oigo carcajadas que proceden del fondo del comedor y que finjo ignorar.
La familia. Si analizamos las representaciones que solemos tener de la familia podemos comenzar afirmando, en primer lugar, que con la familia se procede desde una especie de antropomorfismo desde el que atribuimos a un grupo las propiedades de un individuo. Dejamos que la familia funcione como una unidad transpersonal dotada de una vida propia, de una visión particular del mundo. En segundo lugar entendemos que ésta existe como un universo social separado, orientado hacia la perpetuación de las fronteras de intimidad, separado de lo exterior por los secretos, como salvaguarda de la privacidad. Se suelen extender desde aquí modelos ideales de las relaciones humanas, basados en el amor: la familia es el lugar de la confianza. En tercer lugar, unificamos las familias por los iconos de representación que les son propios. Pero, en el fondo, todas las familias son disfuncionales. Todas repiten, repetimos, los mismos rituales afectivos de lamparita adamascada y hortera, de luz amarilla y mortecina en los comedores repletos de retratos, de penates, en cuyos fondos reposa la muerte congelada en un instante, esas formas que asume el pasado, pero también todas las determinaciones que proyecta el futuro, que ahora reciben la denominación de código genético y que se constituyen, después de todo, como formas de afectividad en las que se coagulan los grandes temas de siempre, los mismos tópicos y frases de conjunto, de amor pesado y asfixiante, sin espacio, de amor seguro e identidades trasnochadas y fraudulentas, hechas por la fijeza de una relación correcta, por la dificultad de romper con el sitio que nos ha sido asignado, por la repetición del espacio. Es en este contexto en el que podemos situar el trabajo que desde hace algún tiempo se encuentra realizando Noé Bermejo. En él, trabaja con la idea de familia y de fotografía familiar para desarrollar un discurso acerca de la identidad y de los atributos sobre los que se sostiene la idea de lo personal. En este sentido usa el término persona en un sentido casi etimológico. El término procede del latín (persona), y designaba la máscara que utilizaban los personajes teatrales. El latín lo tomó del etrusco (phersu), y éste del griego (prospora). La persona era la máscara utilizada en el teatro para hacerse oir (per-sona), y para, dada la condición universal del rostro máscara que le confería su capacidad de sustitución y su eliminación de las condiciones particulares de los rasgos fisonómicos de los actores, conseguir la identificación del público con el personaje, cuyos rasgos emocionales eran destacados mediante una mueca incluída en la máscara. Así se articulan sus personajes, siempre en actitudes universalizantes, pero también grotescas, en una repetición infinita del mismo rostro, el suyo propio, disfrazado, reproducido indefinidamente, y por ello mismo sustituible por el de cualquiera de nosotros, ironizando, en paralelo, sobre todos los códigos de representación que los sujetos realizan sobre sí mismos, desde los que reproducen y construyen el orden de cualquier discurso, y, por supuesto, el orden social. Desde aquí, las obras de Noé Bermejo, entemezclando la historia social, la historia de la identidad individual y la de los códigos de representación conforma un discurso complejo, relleno de pliegues, rizomático, que obliga a la interactividad conceptual y corporal del espectador.
Si hay algún campo que compartir, si hay algún tipo de clasificación no verbal en la que situar determinadas prácticas culturales, no pasan por la especificidad de un género artístico, sino por la afirmación de un territorio de actuación en el que poner en marcha un pensamiento crítico, y es así como funcionan las intervenciones de Noé Bermejo, nunca cerradas, ni siquiera en el recorrido que podemos realizar de las mismas, siempre abiertas e invitando a ir más allá, del espacio a la red, en la que continúan las posibilidades de creación narrativa, del colectivo al yo, para cuestionar nuestras propias prácticas culturales cotidianas, para establecer nuevos dispositivos en el que alterar la relación saber poder que reproduce la historia de la representación occidental y que articula un juego perverso entre la alta cultura, la cultura popular y la cultura de masas.
La Tía Aurelia, siempre era la primera en levantarse. Para cuando salíamos a desayunar ella, siempre plumero en mano sobre los retratos familiares del comedor, se desempolvaba su cabellera a modo de buenos días, y entonces reíamos porque nos recordaba a un indio de esos de las pelis de vaqueros que los sábados a media tarde emitían en la única y definitiva cadena televisiva, esos que siempre eran malos y que la edad adulta reveló en su historia inversa. Pero entre desayuno y desayuno la tía Aurelia destapó su auténtica naturaleza y comenzó a convertirse en cangrejo, piel anaranjada y caparazón. Lo notamos por cambios manifiestos en su conducta: abrió su arcón de flores años 60, se enfundó una minifalda de estampado psicodélico porque había decidido lucir la dureza de sus nuevas piernas y visitó la peluquería de Florita para exhibir unas trenzas rubio platino que combinaban a la perfección con su chaleco de flecos y su medallón símbolo paz. Poco después, y ante los comentarios de un vecindario que la miraba de forma extraña, calzo incluso en verano sus botas de plataforma o usaba sus pantalones acampanados.
La instalación Biografías Apócrifas recrea un espacio familiar común y habitable, el comedor de cualquier casa en el que se disponen las fotos de los miembros de la familia, enmarcadas, casi utilizando los usos de la imaginería religiosa, como un modo de hacer presentes momentos importantes en la vida de la comunidad familiar, y a las personas ausentes. (Hay muchos tipos de ausencia pero todas suelen estar provocadas por el paso del tiempo. La ausencia conlleva siempre alguna clase de muerte, sea literal o metafórica, es decir por crecimiento, sea forzosa o voluntaria). En ella remarca los rasgos decadentes de cualquier espacio en el que el presente adopta los rasgos estilíticos del pasado.
Esta idea de decadencia, queda reforzada por los empapelados, los tapizados, los estampados, los cortinajes, los entelados adamascados, elementos textiles y muebles con los que se decora una casa y que suelen mantenerse más allá del paso del tiempo y de las modas. La decadencia viene dada por reflejar los ambientes de los años 70 y 80, y los rasgos estilísticos se mueven entre un melodrama intuido y los atributos de la cultura de masas cañí, en algunos casos cutre lux, una mezcla entre lo tradicional y lo transgresor que se muestra además en ciertas desproporciones violentas de los retratos, tanto en el tamaño como en su gestualidad y en sus poses exacerbadas, que vienen a mostrar una sobreexposición de estereotipos, de unos personajes que no parecen saber siquiera que están en la historia, en las historias, esos personajes habituales del cotilleo familiar que realizan éste como sujetos, e ignoran desde su condición de objetos, y que quieren presentar con elegancia sus atributos y atribuciones, sus lugares de estancia, sus posiciones de poder, sus momentos estelares, su autoridad y autoritarismo, su espacio, en una red anudada de relaciones coaguladas y casi nunca variables, ancladas a pesar del transcurso del tiempo. Son imágenes de la cultura y la “sociedá” españolas, referencian casi documentalmente esos momentos en los que nuestra historia íntima se hace pública, con la inclasificable variante folklórica de un thriller, (la España goyesca de navaja y pandereta), pero también de un melodrama desdibujado en una especie de show que un narrador arriesgado, capaz de manejar con soltura metáforas salvajes, situadas entre lo inocente y lo radical, ha querido contar. Así la instalación realizada por Noe Bermejo se encuentra entre las fotos arregladas de la prensa amarilla, esas imágenes en las que los famos@s enseñan sus casas, y los retratos costumbristas y familiares, entre un estilo irreverente y satírico, y uno propio de la tragicomedia, moviéndose entre ambos extremos con un impecable dominio del ritmo (a veces pienso que la única diferencia entre las imágenes de la prensa del corazón y los álbums de fotos familiares reside en el reconocimiento personal concebido como máscara, y la imagen actuando a modo de espejo).
Nunca la familia comentó nada al respecto, quizás por cierto pudor, pero al mismo tiempo los retratos familiares dispuestos en el comedor comenzaron a rejuvenecer y a hacerse más vívidos. Todos finjimos no ver, ahorrarnos los comentarios mientras ella, por salidas trasnochadas, no amanecía limpiando el polvo, sino literalmente sacándoselo de encima cada mañana. Ya no había buenos días a los más pequeños, simplemente dejamos de existir mientras jugábamos a hacerla tropezar, con la maldad que caracteriza a los niños, por sospechas de fingimiento. Nunca lo conseguimos.
No existe la narración lineal, y los espejos nos devuelven nuestra imagen, pero invertida. Así, a pesar del orden del significante que la imagen visual intenta palpar, las narraciones que vamos reconstruyendo detrás de las imágenes de la instalación, detrás de los trabajos de Noe Bermejo, con su conversión en espacio más allá de la superficie, se van instalando en la borradura del sujeto, gracias al recurso a la redundancia, en una fuga psicótica de éste que nos lleva a poetizarlo desde su imaginario, desde nuestro imaginario: el vértigo de la repetición del autorretrato y su imposibilidad (en el fondo la imposibilidad de una identidad sustancial fija y/o universalizante), el trueque genérico, la dispersión, el anonadamiento por la exageración y el exceso, y su anclaje final en el vacío, en la imposibilidad de fijeza, van siendo hilvanadas por una estética en la que se aúnan las formas históricas del retrato y las formas del discurso sobre el sujeto y la identidad. Vamos allí encontrando una historia que revela su corrección y coherencia aparente en rostros, gestos, poses, que al mismo tiempo interpelan su condición post- aurática para entremezclarse con ese gran tema de la contemporaneidad: la cuestión del sujeto, su discutible razón, su múltiple paradoja, revertida y depositada en la materialidad de una instalación que es el ensayo en el que ir deconstruyendo su historia, y en esa travesía trazar toda una alegoría del fragmento, de la cita de los géneros, en un amalgama en el que no han principio ni final, sino sólo dobles, espejos y juegos de espejos enlazados a modo de pastiche.
Noé Bermejo consigue así compactar la referencia a la representación y el tema de la identidad en dos campos que se yuxtaponen: el signo gráfico y el cuerpo humano. La representación de los signos (figuras, objetos, iconos) dentro y fuera de las fotografías alude irónicamente al mundo de irrealidad que propone el dispositivo fotográfico, en la propia historia de la fotografía popular, en la contradicción entre el discurso y la propia realidad. Con ello la instalación y los trabajos realizados, de los cuales este sólo es una muestra, funciona como una topología transicional, capaz de establecer una eficiente transversalidad entre registros separados, disjuntos, usando para ello el valor potencial del autorretrato: la potencialidad de autoproducirse por participación en el acto visual se multiplica, se transforma en un yo para cualquiera, se conforma como un tremendo adolecer de identidad, de vida propia, de coerción idéntica que aqueja a los singulares en la era contemporánea.
Un otoño entre hojas tituladas, voces radiofónicas y telediarios se le murió Elvis. Para ese momento ya era completamente naranja, y sus ojos estaban saltones y andaba como de puntillas (no sabíamos si para disimular sobre su hora de vuelta a casa o porque en su metamorfosis no podía evitarlo). Y aunque es verdad para todos que un día indeterminado de nuestras vidas empezamos a morirnos en otras muertes,( cada vez que uno de los chamanes de nuestra juventud se va marchando, cada vez alguien se queda un paso atrás en nuestra historia), hay muertes ajenas que son definitivas. Esa mañana, según llegaba a casa a tiempo para el café y escuchar las noticias, la tía Aurelia salió a comprar el Hola con la excusa de adquirir el póster central con una foto de Elvis a todo color en el mejor de sus momentos. No regresó. Nadie salió nunca a buscarla, sobre todo si tenemos en cuenta que las rarezas siempre son algo incómodas en una familia normal, y que para ese momento nosotros ya nos habíamos acostumbrado a los misterios. Cuando decían algo los vecinos, salíamos con la vieja historia de la visita familiar al extranjero. Mi madre buscó sin éxito ese mismo día una foto suya con la intención de ponerla en el salón, junto a la de todos los que de repente habían vuelto a la expresión añeja, junto a las imágenes de momentos estelares de los niños ya fallecidos en su madurez, a las ideas de los muertos.
Hablar de historia de vida es presuponer, al menos, que la vida es una historia, y que una vida es el conjunto de acontecimientos que pueden ser relatados. En este magma suelen ordenarse una serie de acontecimientos desarrollados en una estricta sucesión cronológica. Así, el relato autobiográfico parece siempre proceder intentando extraer una lógica retrospectiva y prospectiva, una conciencia, una constancia entre estados que son considerados sucesivos, pero esto no es más que una ilusión retórica hoy plasmada en imagen en el seno de una cultura ya visual. Como institución la familia instaura un nombre propio y una red de relaciones que pretenden garantizar la constancia de los individuos designados más allá de todos los cambios, y los fija a una identidad duradera para legitimar y avalar el orden social. La cuestión es cómo este hecho resulta coercitivo y cómo nos dejamos fuera lo fundamental al tratar de comprender la vida como una serie única y suficiente en sí de acontecimientos sucesivos sin más vínculo que la asociación a un sujeto cuya constancia es la del nombre propio y la de aquellos paradigmas que la familia establece para guardarlo en una posición fija. Esto no es más que una ilusión biográfica, igual que la postfotografía incide en las condiciones de virtualidad ante la posibilidad de ausencia de referente real.
Como objetos las imágenes se encuentran en la encrucijada de la postfotografía: en ella la imagen fotográfica ha perdido el carácter documental para instalarse en el terreno de la duda, en una dimensión más especulativa, en el juego con lo virtual: pasamos con ello del espejo a la máscara, a otra forma de revelar la realidad que revela tanto como esconde, que desarrolla una fase crítica: la de escudriñar nuestros modelos de conocimiento. Con ello la instalación Autobiografía Apócrifa realiza la división de la fotografía y la memoria: si podemos inventar el futuro, también podemos hacerlo con el pasado, no ya por la propia idealización que la memoria conlleva (afortunadamente la memoria es selectiva y tendemos a suavizar en el recuerdo momentos duros del pasado, acción sin la cual el sufrimiento sería permanentemente presente), sino porque jugamos narrativamente a completar historias, a mentir sobre aquello vivido, a jugar con los hechos. Como objetos, las imágenes se conforman como el universo del que se ha retirado el sujeto, mediante ellas el mundo impone su discontinuidad, su fragmentación, su amplificación.
Postfotografía no en cuanto técnica digital: una forma artística no nace por la mera emergencia de una novedad técnica, ni siquiera por el descubrimiento añadido de un vocabulario formal asociado a ella, sino sólo cuando a una práctica de producción simbólica le es dado el ejercicio de autocrítica inmanente. El retrato no sólo ha desarrollado sus propios dispositivos de inscripción social, sino que también ha comenzado a autocuestionarse críticamente, a explorar, demarcar y transgredir sus propios límites lingüísticos y formales, su propia especificidad disciplinar, incluso su forma de socialización efectiva. Con ello la fotografía aquí no requiere el movimiento para instituirse como imagen tiempo. Está hecha de pliegues en los que cuestionar crítica y paralelamente el funcionamiento del tiempo, tiempo historia, tiempo identidad individual, tiempo del sentido establecido desde la proyección proyecto futuro. Cada una de estas instancias vehicula su propia línea de fuga hacia los cánones estéticos establecidos desde la alta cultura a la cultura popular de masas, hace huir a la especificidad de la imagen hacia el espacio de los objetos, instaura una revolución visual no en el contexto aislado y aséptico del desarrollo tecnológico, sino mostrando como la estandarización de la imagen produce en nosotros un efecto anestésico. Aquí la imagen fotográfica se libera de la memoria, el índice se evapora. La cuestión de representar la realidad cede el paso a la construcción del sentido, pero ¿es esto todavía fotografía? Con una aguda ironía Noe Bermejo se convierte aquí en un depredador de imágenes, un reciclador de desechos icónicos que demuestra tener la lucidez suficiente para interrogarse sobre la recomposición del rompecabezas de lo real.
Con todo, el ritual de penetración en la instalación Biografías Apócrifas no es lineal, ni simple, ni transparente, sino más bien opaco y teatral. Posee un escenario, el que se define por la narrativa del viaje que nos hace ir construyendo un argumento para la narración, el que hilvana cada intervención de Noé Bermejo con sus anteriores trabajos e incluso con los futuros, el que nos invita a participar en su blog, el que constituye su propia metodología de producción de acuerdo con la que comienza por lo que ya ha realizado para, desde ahí, entretejer nuevos ejes de significado. Con ello lleva a cabo una operación que parece inocente, pero es política: se produce la desterritorialización y la concepción del sujeto como intensidad, como intensidades, y en ello reside un tipo de insurrección: la pose fotográfica hace hablar al cuerpo retirado del sistema, si por una parte nos reconocemos en la “familiaridad” de la imagen, por otra nos distanciamos de ella. Con la mirada en la instalación de Noé Bermejo no buscamos ni el “punctum” ni el “studium” sino que integramos los retratos en la pluralidad de los códigos que los han asediado, parcelado, olvidado. Con ello iniciamos un pacto precario frente a un simbólico que reconocemos como hostil y agotado, como la huella de una historia, pero también de una memoria política, de un sentido. Los signos parecen enloquecer dentro de los cuerpos que los repiten en la imagen sin discutirlos. En este escenario ninguna cadena signica es lineal, sino que más bien toda operación de significación se pluraliza en una red de referencias múltiples, vertiginosas. Así se catapulta el viaje que realizamos hacia el interior del contrato simbólico de la representación y la realidad, una reinstalación en la exploración de la célula familiar y en la historia de esa célula que implosiona de la misma manera que explota.
La tía Aurelia fue mi primer fantasma. Yo seguí viéndola, ya trasparente, con su plumero en la cabeza, todos los días a media tarde. Después, y pasados los años, se vino a vivir conmigo, y ahora incluso le he preparado una habitación con una gran imagen de Elvis a todo color que he enganchado con chinchetas plateadas en la pared, justo al lado de su lamparita de tela adamascada. Muchas veces me acompaña, y con el respeto que corresponde a las noches que no quieren estar solas fuera de casa, desaparece en el mismo momento en el que la mano se hunde en otras cabelleras y se escucha el suave susurro somnoliento. Antes de salir la tía Aurelia me mira, me acaricia con cierto dejo de nostalgia, y se va, no sin antes esbozar una maligna sonrisa, para aparecer al día siguiente, con el primer cigarro y escapando de mi bolso, justo en el momento de respirar hondo el aire de la calle, de nuevo y como antes, temprano. Al llegar a casa, en cuanto el agua ha facilitado el olvido, y mientras ella coge el plumero, escudriño mis piernas al secarlas, por aquello del parecido familiar, para comprobar con deseo y repulsión si han comenzado ya a ponerse anaranjadas.
Es necesario en una sociedad que la muerte esté en alguna parte. Si ya no está en lo religioso, deberá estar en otra parte, quizás en esos altares familiares que rinden culto al pasado, que se proyectan hacia el futuro, como flechas. Este es quizás uno de los ejes centrales de una trayectoria peculiar propia y extremadamente contemporánea que dota a los trabajos de Noé Bermejo de una gran proyección futura, de un constante estilo personal y peculiar, que les da una gran validez y originalidad. En ellos, en ese triple cuestionamiento, familiar, social, individual, coagulado en una crítica a la propia historia de la representación, a nuestros modos de percibirnos como sujetos identitarios, pero también a nuestras maneras de contar historias, Noé Bermejo parece querer mostrar tanto el encanto de la narración ingenua, como la tensión de la revulsión que ésta provoca en nuestras mentes, porque nuestra época ya ha perdido la inocencia. Y, como sucede a menudo a quienes empieza a notárseles demasiado el esqueleto, hasta ese intento de fuga y revuelta acaba siendo un juego con la propia muerte, una máscara que se señala a sí misma con el dedo. Así se conforma este excelente trabajo, como una ficción que se denuncia a sí misma como ficción, como algo que no pretende aportar al mundo un sentido, sino mostrar que este parece imposible en un universo que cuestiona de manera continuada la propia continuidad, sea de la identidad, del tiempo y el pasado o de un sí mismo que es conciencia productora. Nadie tiene derecho a fijarnos o inventarnos Este juego mortal no está lejos del placer de su propio desvelamiento.
Marina Pastor. Junio 2009