Statement:

Mi búsqueda gira siempre en torno a la identidad y los atributos que sustentan la idea del “yo”: los dobles sentidos, las capas de significado, el diálogo con lo popular y el respeto hacia lo sencillo definen mis trabajos. La fotografía familiar se convierte en el eje vertebrador de mis propuestas, que derivan en instalaciones en el espacio en las que el espectador siempre es participe.

VACÍO MNÉMICO. SER AUSENCIA. Belén Iranzo Bonillo

Melancolía y anclaje 

Nacemos entristecidos, sentenció Steiner. El filósofo describía a grandes rasgos la existencia humana como una experiencia de melancolía y capacidad de sobreponerse continuamente a esta. Transitamos el tiempo y nos desplegamos en él conscientes de una finitud —la nuestra— incomprensible y traidora, que cohabita con otro maravilloso y desconcertante foco de angustia existencial: la enormidad del mundo y su imperturbabilidad frente al deceso.  

Sísifo nos compadecería. La vida vendría a consistir, en lo biológico, en lo social, en lo cultural, incluso en la esfera de lo más íntimo, en un esfuerzo por la autoconservación. Un esfuerzo casi involuntario que halla en su aparente contradicción —pues nos sabemos fungibles, caducos— el resorte y la clave para su funcionamiento. De un lado, nuestra incapacidad para entender la nada, la no existencia —especialmente la propia— hace que nos sostengamos en un falso sentimiento de perdurabilidad dando la espalda a las postrimerías. De otro, la certeza de muerte a la que nos enfrenta la pérdida —del ser querido, del extraño—, nos aflige pero nos empuja a la perseverancia (conatus). Nuestro existir, y el del otro, se convierten en anclaje, refugio y resistencia. Y queremos ser.

Las posibles interpretaciones sobre la muerte y su sentido, así como las diversas maneras de abordarla y representarla, han marcado el rumbo de nuestro desarrollo social y cultural, y la manera en que lidiamos con nuestras tristuras.  La cultura sobre la muerte ha sido, desde el inicio de los tiempos, rica, compleja y conmovedora. Un entramado de creencias, ritos, teorías y manifestaciones de todo tipo que el ser humano ha ido entretejiendo y alimentando en un intento de guiarse a sí mismo y a sus semejantes por la senda del buen memento mori: ese que contempla en el drama de la muerte la posibilidad de prepararse para aprender a vivir y que ofrece, en el infinito o en la nada absoluta, otras formas de consuelo más allá de la existencia. Para perseverar en el ser con altura y entereza. Para saber vivir muriendo o saber morir viviendo. Pues en eso consiste, según decía Unamuno, la verdadera sabiduría, y por ende la verdadera felicidad.

Azudes de la contemporaneidad

No vamos hacia allí.  Desechadas las propuestas humanistas y las promesas de eternidad de las grandes religiones, en la liquidez de nuestra época no hay espacio para la contemplación, el mito o la melancolía, porque estas no dan pan y piden tiempo, pensamiento y algo de insumisión.

En los azudes de la contemporaneidad, donde todo es hiperpresente y dispersión, con un tiempo atomizado en el que nada inicia ni concluye, la posibilidad de la muerte no existe —hasta que azota su inevitabilidad. En el capitalismo tecnológico y voraz la realidad se fragmenta y se acelera en una suerte de microsecuencias de instantaneidad inconexas que se suceden unas a otras. Falsas burbujas de eternidad donde no hay más que la intemperie del ahora, sin pasado, sin futuro, sin el marco ordenador de la linealidadSin telos, sin teo, sin esperanza de trascender, varados en las cotas más superficiales de la experiencia, todo se reduce a la apariencia y la fisicidad. Nos agarramos al espejismo de la eternidad de los cuerpos y a las tremendamente eficaces estrategias placebo para su mantenimiento y su continua exposición como vía —errática— para confirmarnos, aplacar tristezas buenas, dudas, o atisbos de verdad.  

El trauma de la pérdida sucede ahora en una no-realidad otra y paralela con la que nos vemos obligados a convivir mientras dure la pena más amarga. Desde el afuera, desde el no-lugar, la tanatología más burocrática ofrece soluciones a la enfermedad de la muerte con la externalización integral de sus quehaceres y escenarios tratando, quizás, de agilizar el tránsito y minimizar el dolor. Y el duelo se transforma en la gestión de los cuerpos —ya inertes— orquestada con hierática ritualidad. Porque el rito, como el símbolo, también murió. Sin referentes ni horizontes de significado o espiritualidad actualizados, nos enfrentamos al abismo de la desaparición desnortados, sin recursos ni respaldo para la catarsis y la vivencia plena de eso tan enorme que significa (co)habitar, temporalmente, el mundo. 

El andamiaje de la memoria

Postergar el encuentro filosófico/emocional con la muerte ni demora su llegada, ni allana el camino a la serenidad, pues implica negación y olvido de nuestra condición de seres pensantes y desactiva nuestra inherente espiritualidad. 

El peaje de la conciencia individual —de la posibilidad identitaria— es precisamente el de la certeza de nuestra extinción, que nos acota y nos hace ser uno y no más bien todo: morir es así condición y aliento del yo. Un yo que apuntala su acontecer en el andamiaje caleidoscópico de la memoria.

Si la finitud nos da entidad, cuerpo, limitándonos y destacándonos de la totalidad; la memoria —creadora y guardiana del ser—, aliada con la linealidad, nos da continuidad y narrativa propia, historia,  aportándonos la solidez y el contorno que nos separa del plano y del otro al que, inevitable y afortunadamente, también nos une.

En su dimensión colectiva, como constatadora de existencias y alteridades, la memoria nos permite ser en compañía, superponiendo experiencias de vidas entrelazadas, dándonos raíces, contexto, proyección, cobijo. Elevando la condición del yo —sin desdeñar la individualidad— a la de otro y a la del todo, a la de Ser. Vislumbrando en el vínculo, en la comunidad y en el recuerdo, la posibilidad de crecer, de eternizarse, de—en vida y en muerte— diseminarse, trascender. 

Estar en el mundo sin rechazar la finitud, otorgándole a ésta categoría de imperativo vital, es posible al abrazo compartido de la memoria.  A pesar de la deriva existencial en aguas bajas, a pesar de la taxidermia ontológica, el selfiecentrismo y la tiranía del ya, a pesar de los mecanismos que nos impelen a mirar hacia otro lado limitando nuestro entendimiento y nuestra capacidad de conectar con las mieles y hieles de la realidad, a pesar del adormecimiento y la negación, de la dinamitación del tiempo y la banalización de la vida con sus muertes.

Así, nuestro quehacer en vida, empujados por la búsqueda de un renovado buen memento mori el de recordar recordar. El de asegurarnos —mientras vivimos— de generar y atesorar recuerdos registrando escenas compartidas, gestos, caras, olores y demás esencias. Y enmarcarlo todo, construyendo así nuestra memoria y/en/con la del otro. 

Ausencia y luz. «Vacío mnémico. En/desde/hacia»

Si nos dejamos reposar en «Vacío mnémico. En/desde/hacia», permitiendo que el lenguaje artístico ensanche nuestra experiencia y nuestra capacidad de comprensión, quizá recuperemos la senda y el tono melancólico de la contemplación que ilumina y serena.

Tras las reflexiones sobre las transformaciones de la producción espiritual y material en torno a la muerte hoy —su hieratismo, sus dolencias y vacuidades— se abre, angosto, el túnel de oscuridad que siempre ha de llevar hacia otro lado. Este túnel —metáfora del tránsito hacia la muerte y de los laberínticos y costosos caminos del pensamiento y la conciencia de ser— conduce hacia la luz —en primera instancia siempre cegadora— de la revelación.  

Desembocamos en un núcleo de convergencia donde tiempo, totalidad, existencia e infinito se funden con la carga simbólica y física de la desaparición, de la ausencia. Cúpulas de cristal, vitrinas, receptáculos, marcos y relicarios, objetos —ahora vacíos— diseñados para preservar y guardar, emergen de la oscuridad como un mantra rítmico e infinito de intermitencias luminosas. 

«Vacío mnémico. En/desde/hacia»,  es una experiencia mística íntima y universalizadora sobre la vida y la muerte que nos guía hacia la reconciliación con nuestra naturaleza finita —con potencial de eternidad— y hacia la reconexión con un yo/identidad arborescente, rizomático, fraguado en comunidad y sustentado por la arquitectura frágil e infinita de la memoria. 

La obra es la culminación, en su tercera fase, de un proyecto mayor sobre memoria e identidad —y sus limitaciones y enveses— en el que el artista Noé Bermejo viene trabajando desde 2017. A él hacen referencia las dos grandes imágenes retroiluminadas que se integran en esta última propuesta expositiva reseñando la importancia del proceso creativo como continuum y de la  narrativa común que subyace tras cada una de las piezas.

Luz y tiempo —los dos elementos que definen lo fotográfico— son, junto a los  portarretratos —vacíos en este caso, o cargados con papel luminiscente en los desarrollos anteriores—, la clave iconográfica a partir de la cual se plantean tres aproximaciones con enfoques y perspectivas diferenciadas, pero conectadas entre sí, a la idea del yo. Tres escenarios/estadios para la catarsis y el amarre existencial que parten de la exploración y la aceptación de nuestra naturaleza anecdótica, apuntando a la liberación de las líneas duras del yo como fórmula para aliviar pesadumbres, ampliar territorios y devenir (dejarse ser). 

En «Vacío mnémico» la escultura central, que remite inevitablemente al enhiesto surtidor de sombra y sueño —pero también a un engrama o a una red neuronal—, nos sitúa en un lugar interior, psíquico, metafórico. Esta arquitectura —ahora vacía y empolvada, y tan firme como etérea e inestable— es una parte visible del engranaje infinito y cambiante de la memoria y de la propia vida, así como de lo que queda de ella y de nosotros mismos cuando la maquinaria deja de funcionar. Huella y contingencia de un pasado, un presente y un futuro efímeros en su naturaleza subjetiva, y eternos en su proyección colectiva/universal.  

Los objetos depositarios suspendidos en el espacio y en el tiempo de la instalación se presentan como registros y señuelos de una nueva/vieja espiritualidad intimista, doméstica, familiar, basada en los vínculos y los afectos que busca el sentido y la posibilidad de trascendencia desde el microcosmos de su pequeñez. Los portarretratos ya no abarrotan las ramificaciones de la pieza central de metacrilato y vidrio como en las anteriores representaciones sino que, vacíos y ensamblados unos a otros con pequeños restos de cadenas, pulseras y engarces de joyería, forman un tapiz de vidas/ausencias entrelazadas en la eternidad colectiva y difusa del existir.

Y volvemos al memento mori, porque he aquí la clave de la revelación: la conquista de la eternidad es compartida, cercana y afectuosa, y exige el placer y el reto de procurarnos encuentros convenientes, y ser uno de ellos para los demás. Pues estos hacen crecer la potencia de vida y por tanto la alegría, expandiéndonos más allá de lo anecdótico de acontecer, y asegurándonos —también en muerte— la persistencia del recuerdo y una foto fija en el tapiz sempiterno de la(s) memoria(s). 

El misticismo mnémico del recordar recordar eleva, pues, el acontecimiento contingente amplificando las posibilidades del yo. Matiza la idea del morir e ilumina el significado del muriendo: dejar de ser sin irse del todo, sabiendo permanecer en los otros, sabiendo que los otros permanecen en ti. Transforma, al fin, nuestra vida dándole un sentido que la muerte no le puede arrebatar, el de ser —esencialmente y en/desde nuestra ausencia— recuerdo, fragmento, semilla, sal.